Sobre el nuevo centro estatal de salud pública

AUTOR: Juan Martínez Hernández. Médico especialista de Medicina Preventiva y Salud Pública.

Revista Nº 15 Octubre 2022

A finales de 2020, en un momento en el que la pandemia mostraba una fase de relativa transición, aún a esperas del golpe brutal que se desencadenaría tras las navidades, un grupo de profesionales de salud pública y representantes políticos fue interpelado por un periódico sanitario (Redacción Médica, 28 de noviembre), en el “XI Encuentro de parlamentarios de la sanidad”. El titular elegido fue “España necesita una Agencia de Salud Pública, con gestión profesionalizada”. El encuentro, transmitido por videoconferencia y patrocinado por las mayores empresas sanitarias (vaya Vd. a saber por qué), venía a resumir que la falta de desarrollo de la Ley General de Salud Pública en ese y otros aspectos, podría tener que ver con el mal desempeño colectivo en defensa de la salud pública, en el contexto de la pavorosa pandemia que había barrido España y Europa en 2020. Todos coincidían en que se necesitaba mejor financiación y mayor coordinación, sin defecto de que por todos era bien valorada la descentralización acaecida en el sistema sanitario y en su gestión, en las últimas décadas. En resumen, más dinero, mejor coordinación y mayor profesionalización, todo lo que podría cristalizarse en la susodicha “Agencia”. También se habló de la independencia de los organismos de salud pública y de generalidades sobre la necesidad del refuerzo de la salud pública.

La diferencia entre música y letra, o si se prefiere, entre las musas y el teatro, es que para contar cualquier cosa, ya sea a alumnos, a lectores o a colegas, primero hay que entenderla. Por eso, vamos a recordar algunos datos obvios para los propios, pero muy desconocidos a los ajenos, que quizá ayuden a comprender la naturaleza compleja de ese aserto cierto, pero vago, que tantas veces oímos: “hay que fortalecer la salud pública”, ergo, es débil, muy débil.

La salud pública, antes de la redacción de la Ley General de Sanidad, o incluso más atrás, en épocas previas al Ministerio de Sanidad, se llamaba simplemente Sanidad. Tenía una organización provincial (jefaturas provinciales) y era dirigida desde la Dirección General de Sanidad, ocupándose fundamentalmente de las luchas contra las endemias definidas por la Ley de Bases de Sanidad Nacional, o el control de aguas y alimentos. A sus plazas se accedía por oposición, también nacional y no tenía contenido asistencial, más allá de la organización de las campañas de vacunación, y su administración, a través de centros de vacunación e inmunoprofilaxis y la estructura de los dispensarios. Ajenas a Sanidad, aunque a veces afectadas por su autoridad, eran el resto de instituciones sanitarias, de beneficencia, municipales, de la Diputación, centros universitarios o las clínicas privadas. También el patronato nacional antituberculoso y sus sanatorios tenían su propia organización independiente, aunque relacionada. El boom de construcción de las ciudades sanitarias a partir de la década de 1960, dependientes de la seguridad social, marcará un hito y fuerte expansión tanto de la asistencia sanitaria como de la formación especializada, pero queda bien patente que este nuevo modelo asistencial nace desvinculado y ajeno a toda influencia de la salud pública y su organización. En la primera oleada de transferencias, aquellas raquíticas estructuras de salud pública y sus pocos recursos de dependencia directa fueron transferidos a la correspondiente comunidad, que durante muchos años solo perpetúa el modelo, tanto de acceso, como retributivo, como de funciones asignadas.

Nótese que la estructura de salud pública quedó férreamente anclada a la función pública, al ostentar la autoridad sanitaria en lo referente a protección de la salud (control de alimentos, aguas, indicaciones de cuarentenas obligatorias) y totalmente desvinculada de los tiempos modernos relativos a la formación especializada, e intensificación y desarrollo de la atención sanitaria. Un flujo constante de dinero y con ello de atractivo para los profesionales, se desvió de la salud a la enfermedad, es decir de la salud pública a la asistencia sanitaria.

Sin el despliegue de hospitales en los años 70-80 y de la atención primaria en los 90, hoy no podríamos hablar de un país con pleno desarrollo humano, por lo que no cabe sino alegrarse de aquella inversión revolucionaria y sin precedentes que nos permite hoy cotas asistenciales a la altura de otros países desarrollados y por cierto, con un coste mucho menor, al tratarse de personal mayoritariamente estatutario, con unos comedidos salarios, comparados con los de sus colegas del resto de Europa.

Pero la pandemia reveló de la forma más dramática posible que, más allá de los hospitales y sus centros de salud, se precisaba otro tipo de acciones centradas en la comunidad, basadas en la vigilancia y el control epidemiológico, de carácter multidisciplinar, para poder proteger a la población de los riesgos emergentes. Del nuevo coronavirus y de cualquier amenaza que pudiera surgir; no en vano, semanas antes del estallido de la pandemia, los españoles y especialmente las españolas gestantes vivieron atemorizadas por la Listeria, presente en partidas de carne mechada procedentes de Sevilla. De repente, se visibilizó una realidad oculta, necesaria y esencial para la sociedad, una suerte de defensores de la salud, algo así como un cuerpo de oficiales sanitarios, con o sin uniforme. Justamente, la denominación reglamentaria de los que cursamos el hoy máster de salud pública, único requisito otrora para el ejercicio profesional en salud pública, junto con la oposición, era esa: “oficial sanitario”. Y efectivamente, el cuerpo de oficiales sanitarios de los EE UU es un cuerpo uniformado, para simbolizar (ungir) a sus profesionales con el carácter de “representantes de la autoridad sanitaria”. Nuestros inspectores de salud pública españoles, a día de hoy en muchas comunidades ni siquiera tienen derecho a salvaguardar su identidad personal, o presentarse ante el inspeccionado con un carnet que los acredite como tales.

Tanta fue la necesidad de esos profesionales sanitarios en el año 2020, el más duro e inesperado de la pandemia, que se hizo una búsqueda desesperada de una suerte de técnicos ad hoc, a los que por el trabajo asignado se les denominó desafortunadamente “rastreadores”. Los requisitos formativos que se exigieron fueron esencialmente, ninguno. Y la razón esencial fue que no había disponibilidad ni de médicos, ni de enfermeros, veterinarios o farmacéuticos suficientes, con formación específica en salud pública para cubrir esos puestos, destinados a la identificación de casos y contactos de covid-19, sus respectivos aislamientos y cuarentenas, o resolver dudas a la población.

Rastrear o husmear es condición reservada a animales no humanos. Las personas vigilan o cuidan, no rastrean, salvo en el imaginario del far west, en el que los amerindios realmente nunca fueron considerados totalmente personas por los anglosajones. En el caso que nos afecta, su denominación adecuada habría sido “técnico auxiliar de epidemiología”, TAE; o si se prefiere, para incluir a otros profesionales, “técnico auxiliar de salud pública”, TASP, y su correcta ubicación en el esquema de función pública, un grupo A2, antiguo grupo B, (por ejemplo, enfermeras), y un grupo C (ciclos profesionales), sin detrimento de que médicos o veterinarios pudieran ocupar esos puestos también de modo transitorio, aunque estuvieran sobrecualificados.

Tanta fue la necesidad de estos apoyos profesionales como rápida su desaparición. Algunas comunidades prescindieron ya de parte de ellos en el verano de 2020 (sin preaviso, por email, un viernes), cuando ciertos responsables sanitarios decían que la pandemia había terminado y sin embargo faltaba todavía lo peor.

Rescatada, pues, la idea y necesidad de “refuerzos de salud pública”, y habida cuenta de lo que significa buscar profesionales de forma improvisada, cabe preguntarse si la Agencia aporta algo en ese sentido esencial.

Como la Ley de las agencias estatales de 2006 fue derogada en 2015, hay que atenerse a la Ley 40/2015, de 1 de octubre, de Régimen Jurídico del Sector Público. Quizá convendría ya no hablar más, por tanto, de Agencia sino de Centro estatal. Llegados a este punto y por aquello de bajar a lo real y concretar los términos de lo que pueda aportar el nuevo centro, leamos el artículo 5 de dicha Ley.

Artículo 5. Órganos administrativos.

1. Tendrán la consideración de órganos administrativos las unidades administrativas a las que se les atribuyan funciones que tengan efectos jurídicos frente a terceros, o cuya actuación tenga carácter preceptivo.

2. Corresponde a cada Administración Pública delimitar, en su respectivo ámbito competencial, las unidades administrativas que configuran los órganos administrativos propios de las especialidades derivadas de su organización.

3. La creación de cualquier órgano administrativo exigirá, al menos, el cumplimiento de los siguientes requisitos:

a) Determinación de su forma de integración en la Administración Pública de que se trate y su dependencia jerárquica.

b) Delimitación de sus funciones y competencias.

c) Dotación de los créditos necesarios para su puesta en marcha y funcionamiento.

4. No podrán crearse nuevos órganos que supongan duplicación de otros ya existentes si al mismo tiempo no se suprime o restringe debidamente la competencia de estos. A este objeto, la creación de un nuevo órgano sólo tendrá lugar previa comprobación de que no existe otro en la misma Administración Pública que desarrolle igual función sobre el mismo territorio y población.

Y así resulta que el nuevo centro despierta preguntas interesantes y algunas certezas manifiestas.

Respecto de las preguntas, una de las más importantes es en qué sustituye o asume tareas de las que ya se hacen, transferidas a las comunidades, y cuales incorpora de las que ya se realizan por organismos de la administración central, como por ejemplo el Instituto de Salud Carlos III, dentro del cual está el Centro Nacional de Epidemiología, o la propia Dirección General de Salud Pública, que engloba las funciones de Sanidad Exterior, Centro Coordinador de Alertas o la coordinación de la Ponencia de Salud Pública, comisión técnica preparatoria del Consejo Interterritorial.

Hemos leído en ese artículo 5, clave de todo, que no se pueden duplicar organismos ni funciones. Por tanto algo cambiará de sitio, la pregunta es “qué”. Y a renglón seguido, “para qué”.

Es verdad que la necesidad del Centro estatal de salud pública está recogida en la Ley General de Salud Pública, pero ello no modifica las preguntas esenciales, qué cambia de lugar y para qué hacemos todo eso.

Porque queda claro que ese centro tendrá funcionarios y medios y que desarrollará documentos técnicos seguramente muy útiles, pero ¿para quién? ¿Para estudiosos, tesinandos y universidades? No puede ser solo ese el cometido del nuevo centro estatal, no debería. Sin embargo, cabe pensar que alguna de las indicaciones del nuevo centro sean algo más que meras recomendaciones, para luego ser aprobadas o no por los órganos decisores de las Comunidades, o bien consensuadas en el Consejo Interterritorial, o asumidas en solitario por el consejo de ministros o ser la base de la redacción de determinado decreto o proyecto de ley.

Pero ¿quién garantiza que, llegado el caso, ese decisor opte por la alternativa que le plantea el estudio prestado por el Centro estatal? Como se ve, las incógnitas son muchas.

En definitiva, lo que se barrunta es que, por un lado “cosas” con cierto nombre e historia van a cambiar de “sitio”. Simple y llanamente, una nueva adscripción. Ya pasó antes. El ISCIII abandonó su lugar natural, el Ministerio de Sanidad para englobarse en el de Ciencia, o en Economía, según los vaivenes políticos.

Como de la historia hay que tirar, por su utilidad para predecir el futuro (barrunto del porvenir, según Cervantes), se debe recordar en este punto qué fue del extinto Instituto Madrileño de Salud Pública. Durante unos años gozó de dinero y profesionales y permitió el desarrollo de un sistema de información y estudios, todavía útiles y alguno de ellos en curso; pero al carecer de la ostentación de la autoridad sanitaria (la Dirección General de Salud Pública quedaba al margen), fue origen de fricciones y duplicidades. Llegadas las vacas flacas, se suprimió de un plumazo y eso fue todo. ¿Veremos un efímero curso del centro estatal? Parece que no, al contar con buen soporte legal, tanto por la Ley General que lo propone, como por su normativa específica de la que ¡dos años después! hemos vuelto a tener noticia, a través del Anteproyecto de Ley de la ¿de nuevo Agencia?, en donde queda claro el cometido y alcance, de la mano de la Ley General de Salud Pública:

 …..en su artículo 47, la Ley previó la existencia de un Centro Estatal de Salud Pública, adscrito al Ministerio de Sanidad, cuyos objetivos, en el ámbito de la salud pública, son el asesoramiento técnico y científico, la evaluación de intervenciones, el seguimiento y evaluación de la Estrategia de Salud Pública y la coordinación de las acciones desarrolladas por los centros nacionales de salud pública.

Es decir, se recrea el modelo madrileño, sin otorgarle funciones ya transferidas a las CCAA como las de autoridad sanitaria y sin resolver ninguno de los problemas que antes insinuaba y ahora enuncio, para que no quepa ninguna duda, que son:

  • Falta de carrera profesional y especialización de los profesionales de la salud pública, que los equipare definitivamente en un modelo retributivo consolidado en el sector sanitario asistencial público, a través de los servicios regionales de salud. De este modo se podrá verificar un aumento de las vocaciones profesionales hacia la salud pública que ahora están, tristemente, extintas. Por eso no se encontraban “rastreadores”, porque no los había, ni los puede haber.
  • Incremento sostenido y definitivo de las inversiones en salud pública para multiplicar por diez el presupuesto de salud pública en una década, y así dotar de la ratio de técnicos de salud pública (incluyendo epidemiólogos e inspectores, pero sobre todo esa necesaria nueva escala de auxiliares de salud pública, ASP) que nos corresponde por población. Recordemos que las jubilaciones en función pública se repusieron en un 10% durante una década, de ahí la pérdida masiva de efectivos en salud pública, que solo se puede recuperar con un hercúleo esfuerzo sostenido.

Leyendo el anteproyecto de ley de la nueva agencia de salud pública queda claro que su papel será meramente de coordinación e investigación epidemiológica, a partir de los datos que remitan las Comunidades Autónomas sobre vigilancia en salud pública, tanto de infecciones y enfermedades emergentes, como de otros problemas crónicos y de los determinantes sociales. Exactamente como ya hace el Instituto de Salud Carlos III, a través del Centro Nacional de Epidemiología, o se hace con los datos de los registros civiles, para la monitorización de la mortalidad (MoMo), o con la Encuesta Nacional de Salud; o se hace en el Plan Nacional sobre Drogas con sus estudios (ESTUDES, EDADES y SEAT) en coordinación con las Comunidades Autónomas, o las propias comunidades desde sus direcciones generales de salud pública y los servicios regionales de salud. Todo indica que se vaciarán parcial o totalmente algunos de esos organismos para llenar la nueva Agencia, al ser inscritos en ella, a través de los estatutos que preceptivamente deben ser redactados a los seis meses de la aprobación de la Ley.

De la Agencia del Medicamento parece que se copia el modelo para la aprobación de microorganismos y biocidas, único elemento de autoridad sanitaria que se le reserva al nuevo centro, quedando totalmente en la nebulosa que significa “coordinación”. Es en esto en lo que el nuevo organismo asume los “efectos administrativos” a los que se refiere la Ley de 2015. Porque en lo demás, el centro será, según parece, mero asesor.

También sabemos que dependerá de la Secretaría de Sanidad (y tendrá rango de Dirección general, con toda seguridad) y no de la Dirección General de Salud Pública, es decir, idéntica situación que la del extinto instituto madrileño, pero a nivel nacional.

Puede que la Agencia absorba las funciones de preparatoria del Consejo Interterritorial que ahora corresponden a la Comisión de Salud Pública; pero habida cuenta de que en ella deben preceptivamente estar los representantes autonómicos, al final es un mero cambio de nombre o de ubicación todo lo que se habrá conseguido. Aislar y ningunear a la Dirección General de Salud Pública no será ningún problema dado su bajísimo perfil actual; de hecho ya lo hace a diario el CCAES asumiendo protagonismo impropio.

No se desprende de la información que tenemos de la nueva Agencia que se cree o modifique el Consejo Interterritorial para darle una función más ejecutiva. El CI se creó para sancionar las decisiones ya pactadas y darles aprobación y el respaldo institucional adecuado, no para discutir técnicamente cuestiones sanitarias.

No se van a recentralizar en la Agencia funciones de la salud pública ya transferidas, en caso de epidemia. La agencia constituirá un “equipo asesor o comité científico” ante amenazas. Sigue sin estar claro cómo proceder en ausencia de consenso entre comunidades, más allá de recurrir a una orden ministerial, que fuera de los estados de alarma puede estar invadiendo competencias y dentro de ellos, bueno, ya vimos que al final, quizá no se pueda decretar nunca más uno para un contexto de epidemia, habida cuenta de la controvertida decisión del TC.

Sin negar la importancia y conveniencia de la nueva creación, no se debe esperar de la Agencia un cambio sustancial en lo que de verdad importa para proteger y promover la salud de la ciudadanía, que es esencialmente, hacer más atractivas las profesiones sanitarias que se ocupan del tema, y ampliar las plazas orgánicas, equiparadas salarialmente, de modo sustancial, para poder cumplir de manera efectiva las labores de vigilancia, inspección y control (residenciadas en las comunidades autónomas) y otorgársele por todo el sistema sanitario y la sociedad en su conjunto la importancia que tiene a la Salud Pública. Y en tercer lugar conseguir un nivel de coordinación que impida por ejemplo que, en caso de pandemia, veamos que en una comunidad autónoma lleguen aviones repletos de jóvenes europeos para beber cerveza, mientras que en otras las ciudades estén cerradas a cal y canto. Nos va la vida en ello.

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