AUTOR: Miguel Ángel Sánchez Chillón. Médico de Familia, expresidente del Colegio de Médicos de Madrid, exvicepresidente de Médicos del Mundo, presidente de la Fundación antiSIDA de España.
Revista Nº 21 Mayo 2023
El hecho de que haya una asociación que defienda el derecho al acceso justo al medicamento nos hace reflexionar sobre el tipo de sociedad en el que estamos inmersos.
Podíamos asimilar objetivos a los de ONGs y otras asociaciones que, en distintos ámbitos y países trabajan con este fin y dentro de los contextos sociopolíticos y de derechos humanos que se lo permiten pero, el caso es que, bien entrado el siglo XXI y habiendo progresado exponencialmente en materia de esos derechos humanos, dichos avances se producen de forma discontinua, no generalizada y sin homogeneidad.
¿Qué hace que tanto en el estado español como en países de nuestro entorno socioeconómico el tratamiento de las enfermedades todavía pueda estar condicionado por factores que no son estrictamente el avance científico?
Existen una serie de actores que intervienen en esta situación y que tienen un peso específico muy diferente a la hora de valorar pero que, a pesar de ello, tienen y han tenido su papel en los últimos años sobre todo teniendo en cuenta el entorno social, económico y sanitario en el que estamos.
En primer lugar tenemos la industria farmacéutica, un colectivo de gran potencia económica que, aunque en las dos últimas décadas han perdido los primeros puestos mundiales como empresas con mayor capitalización, siguen siendo uno de los lobbies que realiza más movimientos económicos en el área de la salud así como en otros ámbitos como el mundo de la publicidad, el marketing y la imagen y que se lleva la mayoría de esos movimientos económicos.
En enero de 2009, en plena crisis económica mundial, la farmacéutica Pfizer compraba a su competidora Wyeth por 68.000 millones de dólares, mientras tanto, el gobierno de Obama se tenía que esforzar en inyectar cantidades menores que esta en rescatar bancos, empresas de automóviles o hasta aseguradoras pero siempre con gran esfuerzo y menor cuantía. Obviamente, la farmacéutica ya había descontado el beneficio empresarial a futuro pero no el médico.
Los datos que facilitan las 10 empresas más grandes del sector denotan que invierten en investigación y desarrollo menos del 20 % de la facturación que realizan mientras que en promoción, marketing y distribución pueden llegar a cerca del 50%.
El argumento recurrente es que la investigación genera grandes costes pero la realidad es que muchos de los fármacos nuevos son derivados de fármacos existentes y de probada utilidad. Los enantiómeros de fórmulas clásicas no conllevan grandes gastos de investigación y suelen ser creados porque la patente del original caduca. Sorprendentemente, menos del 10 % de los fármacos nuevos aportan novedades que son consideradas interesantes o que aportan mejoras.
Los procesos de fabricación se han reducido progresivamente por procesos industriales más eficientes de fabricación.
Se estima que entre los gobiernos y los consumidores financian el 84% de la investigación en salud, mientras que solo el 12% correspondería a los laboratorios farmacéuticos, y un 4% a organizaciones sin ánimo de lucro.
Ejemplos concretos como el caso del AC monoclonal Bevacizumab que, al observarse su eficacia en el tratamiento de la maculopatía degenerativa asociada a la edad (DMAE) y estando siendo indicado “off label” como uso compasivo, fué retirado del mercado y reformulado como Ranibizumab y comercializado a 10/20 veces su precio de venta pero ya si, con la indicación concreta para la DMAE. Un coste difícil de justificar ya que se trataba de hacerlo soluble en el vítreo ocular.
Las hemerotecas están bien surtidas de maniobras económicas de estas empresas a lo largo de los últimos años y siempre con fines estrictamente empresariales dirigidos al accionariado pero nunca al beneficiario del efecto farmacológico.
Un segundo actor (o actores) de éste análisis podría ser el del colectivo que forman las agencias del medicamento, sociedades científicas médicas, agencias de evaluación y consensos de guías terapéuticas.
Por una parte, están las agencias nacionales del medicamento y, por otra, las supranacionales. Están parcialmente financiadas por la industria farmacéutica con lo que se pudiera sugerir un cierto conflicto de intereses. Qué decir de las sociedades científicas, históricamente dependientes de la industria farmacéutica para mantener sus presupuestos, congresos y demás actividades relacionadas con la docencia e, incluso, publicaciones.
Como consecuencia de estas relaciones, la elaboración de guías de práctica clínica se pueden ver influenciadas por el patrocinador y, de hecho, en ciertos casos se han producido sesgos por parte de los expertos que han colaborado en ellas. Obviamente estas guías repercuten directamente en la práctica clínica y en la prescripción médica directa.
Aquí tiene un papel fundamental el Consejo Internacional de armonización de los requisitos técnicos para el registro de medicamentos de uso humano (ICH) que reúne a las autoridades reguladoras de medicamentos en Europa, Japón y Estados Unidos de América y las farmacéuticas para discutir aspectos científicos y técnicos de registro de productos farmacéuticos. Es una iniciativa original de la industria farmacéutica y, sin embargo, en todo esto no interviene la Organización Mundial de la Salud que debería velar por que solo primasen los intereses de salud de los pacientes pero, una vez más, la interrelación de los intereses económicos y los científicos dejan en entredicho la objetividad de las decisiones clínicas.
Decisiones de la OMS sobre los criterios diagnósticos en la pandemia de gripe A de 2009 y las indicaciones de uso de fármacos de dudosa eficacia dejaron en evidencia la independencia del organismo mundial.
Y agrupando a estos dos actores, industria y organismos reguladores se presenta el debate de la aparición de nuevas enfermedades para dar salida a ciertos productos farmacéuticos que, en principio no tenían indicación concreta. Queda la duda más que razonable de si esas “nuevas enfermedades” no son más que variantes de las ya existentes o, en algunos casos, se han “relajado” los criterios para convertir en enfermedad situaciones clínicas sin evidencia de que aumenten el riesgo de enfermar o acorten la vida o peor la calidad de la misma.
Un tercer actor es el profesional sanitario que es agente de la subjetividad inducida por estos intereses previos.
Los clínicos se manejan por guías, recomendaciones científicas, protocolos y publicaciones que, en muchos casos, han sido participadas por industrias cuyo fin son los resultados financieros. Pero, además, los clínicos tienen disponibles solamente los fármacos que previamente han sido aprobados para su uso, adquiridos por la administración y financiados para su uso en el caso de los servicios públicos de salud, factor este de mucha importancia porque es el precio de estos fármacos el principal determinante que va a decidir el acceso al medicamento según su dificultad para la financiación pública y la práctica imposibilidad de la adquisición por el ciudadano o el paciente.
Pasado el tiempo de vigencia de la patente, el fármaco sufrirá varios cambios, por una parte aparecerá una forma enantiómera que aportará beneficios sobre su isómero pero incluso en estos casos, los ensayos no se han aleatorizado, no se han realizado de forma reglada o comparados con su gold standard.
No hay que decir que el último agente a la hora de indicar el fármaco queda condicionado por la información de que dispone y por la accesibilidad que dispone el sistema para poder hacer un uso sistemático de estos nuevos medicamentos.
El cuarto actor en esta cadena de circunstancias es el paciente, y más concretamente, las asociaciones de pacientes que han tenido que agruparse para la defensa de sus derechos, el reconocimiento de sus enfermedades y dar visibilidad a todos problemas que se generan para su adaptación a nivel social, laboral y familiar.
Estas asociaciones han tenido un papel muy importante para las mejoras en la asistencia a sus patologías y progresivamente han ido ganando pujanza y siendo oídas por las administraciones. Lamentablemente y también aquí, la industria farmacéutica ha participado dando soporte económico y facilitando información para que los ciudadanos puedan reclamar, con más criterio, la accesibilidad a terapias que por su precio, no habían sido contempladas por los sistemas sanitarios de salud.
Como vemos, hay un actor que por su poder económico, es capaz de llevar a la sociedad a ser el consumidor final de su cadena de negocio y no ha tenido ningún pudor, cuando ha sido necesario, en crear necesidades no percibidas desde el punto de vista preventivo o terapéutico llegando a “nuevas enfermedades” que dieran salida los productos finales de su investigación.
Llegados a este punto, las administraciones supranacionales, como es el caso de la Unión Europea, debían haber dado un paso para evitar llegar a esta situación de desabastecimiento farmacéutico por criterios económicos.
Recientemente la Comisión Europea ha presentado el borrador sobre una nueva legislación farmacéutica en el seno de la UE. Esta nueva legislación va dirigida hacia el sistema de patentes que ha sido el principal blindaje del que han dispuesto las grandes industrias del ramo.
El ejecutivo europeo quiere abaratar los precios creando un mercado único de medicamentos con libre competencia entre las farmacéuticas y acabar con la escasez de algunos fármacos, garantizar el acceso igualitario y, además, simplificar y acelerar los procedimientos de autorización de 400 a 180 días.
Pero la medida más drástica es la de acortar la duración de la patente del fármaco de diez a ocho años con lo que la pérdida inherente de beneficios que sufrirán las farmacéuticas llevará a abaratamiento y accesibilidad equitativa en todos los países de la UE sin favoritismos empresariales.
Esperemos que esta nueva ley se apruebe y nos lleve a un futuro más equitativo tanto en el seno de Europa como sus derivadas para el resto del planeta y, sobre todo, en países más vulnerables.