¿Podemos aspirar a realizar una prescripción
farmacéutica correcta?

AUTOR: Vicente Andrés Luis
Doctor en Medicina. Médico de Familia y Comunitaria. Diploma Superior de Bioética. Máster
Universitario en Filosofía Teórica y Práctica. Vocal del Comité de Bioética de Castilla-La Mancha.

Revista nº 19 – Marzo 2023.

1. Bases y fundamentos, inevitablemente históricos y filosóficos.

Dice Aristóteles en el capítulo I del libro primero de la Metafísica:

El género humano tiene, para conducirse, el arte y el razonamiento (…). Pero la experiencia, al parecer, se asimila casi a la ciencia y al arte. Por la experiencia progresan la ciencia y el arte (…), los hombres de experiencia saben que tal cosa existe, pero no saben. por qué existe; los hombres de arte, por lo contrario, conocen el porqué y la causa. [1]

Arte, ciencia, experiencia, razonamiento, son conceptos que acompañan al médico en su práctica diaria, al inexperto en su formación y al experimentado, en su aprendizaje cotidiano. La prescripción farmacéutica se alimenta de todos estos conceptos que ha de conjugar de manera correcta, adecuada a cada necesidad, tras un balance entre las ventajas e inconvenientes que traerá para el paciente. En la práctica, el fármaco se ha usado incluso para aproximarse al diagnóstico de una enfermedad no conocida, observando los resultados favorables e infiriendo lo que podía ser aproximándose al diagnóstico final, así, por ejemplo, el «diagnóstico ex iuvantibus» [2]. ¿Podríamos considerar esta opción correcta o deberíamos esperar al diagnóstico para prescribir un tratamiento? Sin duda, de no haber alternativa y si el balance beneficio/riesgo resulta favorable, éticamente lo es, porque las circunstancias obligan, siempre que se calibren las posibles consecuencias de la acción; sería, pues, una acción que requeriría una justificación posterior y el resultado, fuera el que fuese, aumentaría el conocimiento para en el futuro «hacer o no hacer».

El hombre desde sus orígenes, por lo que nos enseña la paleopatología, siempre ha querido ayudar al congénere cuando se debilitaba, por lesión o enfermedad. Su acercamiento, inicialmente basado en la experiencia, aprovechaba todos los remedios a su alcance, empezando por la palabra. El uso de esta con fines terapéuticos tuvo dos modalidades, una religiosa en forma de plegaria, de súplica a los dioses, de persuasión y una mágica, a su vez con dos modalidades históricas, una más antigua la ēpodē y el exorkismos, con fines muy diferentes, pero siempre buscando la sanación del que sufre y padece una enfermedad [3]. La palabra, la actitud el gesto final brotarían de un modo espontáneo y solo, tras comprobar el efecto en el sufriente, se convertirían en un legado para el aprendiz y en una posterior reflexión, en algo que producía un beneficio y una continuidad en su uso que se habría convertido en recomendable.

Se considera, dentro de las disciplinas antropológicas, que en el uso de remedios medicamentosos pesó más la mentalidad mágica que la observación. La experiencia habría sido posterior a la manipulación mágica de la sustancia, por lo tanto, se podría sostener, pues, «un doble origen de la farmacoterapia, en parte empírico, en parte mágico». No obstante, como afirma Agustín Albarracín, «estas interpretaciones no acaban de explicar la generalización del uso del remedio terapéutico ni el hecho de que, por lo común, fuesen siempre los mismos productos los utilizados en todos los pueblos primitivos»[4].

El documento más antiguo que contiene un recetario es sumerio (2112-2004 a. C.); recoge una tradición sanadora y posiblemente se utilizaba como manual. Los elementos terapéuticos recomendados son de origen vegetal, mineral, alimentario (leche, miel). El excipiente más común, la cerveza. Los remedios de origen animal quedaban para los exorcismos[5].

De Sumeria a Egipto y más cercano a nosotros, en el papiro de Edwin Smith que se calcula escrito en torno al s. XVI a. C. ―aunque se cree que es una copia de un papiro más antiguo (3000 a. C) del «Libro Secreto del Médico»― se establecen ya tratamientos alejados de la magia, producto de la realización sistemática de una anamnesis, diagnóstico y prescripción medicamentosa[6].

Esta medicina del antiguo Egipto se fue extendiendo por el Mediterráneo, pero en los griegos arcaicos aún sigue fluctuando la visión mágico-religiosa por lo que la palabra phármakon (medicamento, droga, remedio) ya la usa Hesíodo, en Los trabajos y los días (último cuarto del siglo VIII a. C.) con el sentido de «remedio», por lo tanto, desprovista de todo sentido mágico[7].

Especialmente fueron los médicos hipocráticos del siglo V a. C. los que despojaron al concepto de phármakon de todo significado mágico, por su conocimiento fisiológico, dando paso así a la farmacoterapia con carácter técnico[8]. Aun así, el concepto siguió siendo equívoco, según quien fuera el terapeuta, pero ya está bastante extendida una farmacoterapia racional, siendo conscientes de que el phármakon tiene una doble consideración de tratamiento y veneno. Ello hace que definan tres principios fundamentales del tratamiento hipocrático, que luego Galeno  ―impulsor de una farmacoterapia que llegará hasta el siglo XVIII― ratificará en el siglo II d. C. en su obra Methodus medendi, aprovechando el tratado de Dioscórides (siglo I a. de C.). Tales principios son: a) «Favorecer o al menos no perjudicar»; b) Abstenerse de lo imposible; por tanto, no actuar cuando la enfermedad parece ser mortal; c) Atacar la causa del daño, esto es actuar «contra la causa y contra el principio de la causa»[9].

Muy pronto, pues, los hipocráticos generan unos principios basados en la ética que caracterizarán a la moral profesional que ya considera al paciente, aunque de un modo incipiente, delimitando la prescripción correcta, es decir aquella que se atiene a la situación del enfermo y las circunstancias que rodean a su dolencia.

2. Hacia una prescripción farmacéutica correcta conforme a la ética

La realidad es que el médico práctico toma una gran cantidad de decisiones con general acierto, desde que la denominada medicina hipocrática sentó las bases de la medicina científica. También hay que ser conscientes del largo camino de errores y consecuencias fatales que la medicina ha ido dejando. En la actualidad hay herramientas muy potentes que hay que manejar con más cuidado, reduciendo en lo que sea posible los efectos adversos para el paciente, especialmente los de peores consecuencias, por lo que ajustarse al conocimiento farmacológico, a las características del medicamento, sus indicaciones, contraindicaciones, efectos adversos, condiciones de uso y dosificación perfilarían lo que es técnicamente correcto, pero esa condición, en sentido estricto solo se puede alcanzar gracias a la ética y a la moral profesional. Lo marcado jurídicamente sería una consecuencia de este planteamiento inicial que es lo obligado moralmente y que constituiría lo obligado legalmente.

Quizás habría que completar el título con una apelación al deber profesional, aunque también habría que plantearlo en forma de pregunta: ¿Debemos realizar una prescripción farmacéutica correcta? La respuesta inmediata, intuitiva es que sí, pero hemos de buscar razones que convenzan.

Hay que afrontar primero los significados. ¿Nos atenemos al significado de «correcto» en su uso común, en el uso filosófico, o en el uso bioético? Quizá hubiera que conjugar los tres para entendernos, pero se trata de ahondar, primero en una aspiración y luego en un acto deontológico adscrito a la profesión médica, básicamente. Aunque todos tenemos experiencia de cómo se adquieren los medicamentos; cómo se utilizan, con más o menos conocimiento y con distintos fines[10], este no es el objeto que me va a ocupar, sino las características correctas de la prescripción, en su faceta no técnica, sino relativa a la ética. No obstante, hay que ser consciente de que el mal uso de los medicamentos, con cierta frecuencia, tiene un origen en la laxitud de la prescripción[11], lo que nos lleva de nuevo a la cuestión central de la prescripción correcta.

Por correcto, se entiende «libre de errores o defectos», pero también como algo conforme a las reglas. Es decir, que tras ese «corregir» ―de corrigo (enderezar, enmendar) está el reconocer los errores y evitar cometerlos. Algo tiene que ver con regir o gobernar y, por lo tanto, de ahí la necesidad de unas reglas. Por lo tanto, también habrá que poner nuestra atención sobre estas y averiguar si la finalidad de ellas es coincidente con una buena praxis.

El filósofo William David Ross nos dice, respecto al significado de lo «correcto», que algunas personas no pueden distinguir entre esto y lo «moralmente bueno». Otras pueden pensar «que solo lo que es moralmente bueno es correcto» [12]. Por lo tanto, significan cosas diferentes según la interpretación que se le dé. Continúa Ross aludiendo a agentes y actos, siguiendo esta línea interpretativa e introduce el concepto de «deber» que relaciona con lo correcto y lo bueno. Así, se puede diferenciar lo que es correcto de lo que es un deber. De un conjunto de actos correctos puede que ninguno sea un deber. El deber consiste en elegir uno u otro acto. ¿Qué es lo que debería ser hecho?, lo que es obligatorio (forzoso) o lo que es «moralmente obligatorio», esto es lo correcto, luego el acto correcto es aquel que es conforme a la ética, respeta la libertad de elección y la opción elegida suele estar orientada a una finalidad. Concluye: «nuestro deber, no es en rigor, hacer “uno u otro” de los actos, sino producir el resultado; tan solo esto es nuestro deber, y solo esto es correcto» [13].

Hay acuerdo en la filosofía moral sobre la incorrección de los actos realizados por egoísmo (interés propio, ignorando a los demás) o utilitarismo (máxima utilidad, ignorando las consecuencias), por eso quedan descartados como principios fundamentales. En su obra Ethics, G. E. Moore indicó que «lo que hace a las acciones correctas es que produzca más bien del que pudiera haberse producido con cualquier otra acción posible para el agente». Esto lo rebate Ross basándose en que «gran parte del deber consiste en el respeto de los derechos de los otros y en poner por delante sus intereses, cualquiera que sea el costo para los otros» [14].

Lo obligatorio (forzoso) no siempre concuerda con lo ético, de ahí la posibilidad de derogar leyes que acaban resultando injustas en su aplicación; sin embargo, en su vigencia eran obligatorias, aun sin producir ningún bien mayor, incluso perjudicando a los otros y no al agente que cumple dicha ley injusta al aplicarla. ¿En esta situación, se debe obedecer una ley injusta? ¿No crea un problema de conciencia?

Tradicionalmente hay dos teorías para abordar estos problemas de conciencia, que ofrecen una solución ―de una manera simple, a juicio de Ross. Según Kant, hay unos deberes de obligación perfecta, que no admiten excepciones y unos deberes de obligación imperfecta. Según Moore, solo existe el deber de producir bien, de manera que, ante un conflicto de deberes, hay que preguntar con qué acción se produciría el mayor bien.

Ross, que califica la posición de Moore de «utilitarismo ideal» ―esto es que la única relación relevante, desde la perspectiva moral, es que el prójimo resulte beneficiario de mi acción, lo que simplifica mucho la relación― es más partidario de atenerse a los hechos, porque las relaciones con los otros son muy variadas y cada una puede dar lugar a un deber prima facie, que ha de considerar las circunstancias del caso. Para decidir qué se ha de hacer hay que estudiar la situación tan completamente como sea posible, de manera que se pueda establecer cuál es el primer deber que se ha de cumplir. El filósofo escocés sugiere la denominación «deber prima facie» o «deber condicional», para referirse a la característica que tiene un acto de cierta clase, que sería un deber real o en sentido propio. Es un deber objetivo que se corresponde con un hecho objetivo que, a su vez, depende de la naturaleza de la situación con unas circunstancias precisas. Así define distintos tipos de deberes: «de fidelidad»; «de reparación»; «de gratitud»; «de justicia»; «de beneficencia»; «del propio perfeccionamiento»; «de no maleficencia» [15].

Hay que ir ahora al concepto de «prescripción» que no solo tiene que ver con recetar un medicamento o indicar un remedio; tiene que ver con «precepto», esto es, normas o reglas necesarias para  el conocimiento y el ejercicio de una actividad, de un arte. Por lo tanto, en el arte médico de prescribir hay una serie de normas que orientarán adecuadamente a la práctica del prescriptor, para conseguir una buena praxis médica.

Tanto la ética, como la estética y la lógica, son consideradas ciencias normativas. La primera, «mostraría el modo como debemos comportarnos, a diferencia del modo como efectivamente solemos conducirnos; también aquí habría un primer intento de superación del relativismo moral, superación que sólo alcanza su plenitud cuando la ética se funda en la teoría de los valores, más allá de todo normativismo» [16].

Más concretamente,

las normas son razones para la acción. (…) ―reglas y principios― que se deben seguir o a las que se deben ajustar las conductas, tareas, actividades. (…) G. H. von Wrigth diferenció tres tipos de normas: reglas, prescripciones y directrices (o normas técnicas: presuponen fines de la acción humana y relaciones necesarias de los actos con esos fines)». Las normas jurídicas y morales son prescripciones que «establecen obligaciones y prohibiciones o confieren permisos, derechos y poderes» [17].

Este tipo de normas tiene cuatro elementos: el «operador deóntico»[18]; el sujeto normativo; el acto normativo y las condiciones de aplicación. Al ser la prescripción una facultad ―esto es aptitud y derecho― del médico, podemos identificar respectivamente la deontología de la profesión, al médico, al acto mismo de recetar un fármaco (aunque la prescripción es más amplia) y a las condiciones (indicaciones, contraindicaciones, efectos secundarios, edad) que se han de tener en cuenta para dicho acto. Por lo tanto, solo considerando estos elementos citados podremos establecer que la prescripción farmacéutica ha sido correcta, aunque realmente es una tarea que no está exenta de complejidad y de incertidumbre, no solo por la individualidad y personalidad de quien puede recibir el fármaco, sino por los conocimientos y capacidad interpretativa del «sujeto normativo» que pueden inducir a error e incluso aumentarlo. Esta decisión ha de ser libre y autónoma, nunca inducida.

3. El camino del razonamiento hacia la decisión y la necesidad de la lógica

En el proceloso camino de reducir la incertidumbre, llegar a tomar la decisión de prescribir un fármaco pende, ineludiblemente, del diagnóstico, como primera condición. La segunda está en la situación clínica del paciente, sus características individuales y personales, cómo está actuando en su organismo el proceso morboso. La tercera, en si ese fármaco será presumiblemente bien tolerado, de acuerdo con el conocimiento a priori, de su metabolismo, de los efectos indeseables no terapéuticos. En la cuarta se ha de considerar el consentimiento tácito del paciente para la toma del medicamento, clave en la adhesión al mismo y la seguridad de la toma de dosis prescritas. Si todos estos pasos han sido adecuados a cada condición, la actuación final habrá sido correcta, lo que podrá constatarse y habrá de servir para afianzar la estructura del procedimiento.

Bien es cierto que el médico ha de tomar decisiones que dependen del tiempo disponible, que no siempre es dilatable, y puede incrementar el error en la prescripción. Teniendo en cuenta esta condición temporal también se pueden establecer árboles de decisión que hagan correcta la prescripción.

Dentro de los problemas que entraña la decisión, que se ha definido como «la resolución de una ambigüedad, entendiendo por tal la selección de un conjunto de alternativas» [19]. En lo que concierne a la clínica, el médico tiene, inicialmente y de modo esquemático, tres alternativas según Carlos Corral: «1) Establecer un tratamiento sin esperar a más. 2) Indicar la realización de pruebas diagnósticas y posponer a su resultado la toma de la decisión. 3) No hacer nada, esperar y ver» [20]. Existen situaciones intermedias y otras variables dependientes de tres componentes, uno espacial, otro temporal y otro cualitativo. Cada posible situación puede dar lugar a distintos algoritmos para la prescripción de pruebas diagnósticas o terapéuticas y en lo que nos interesa, la de fármacos. El proceso de razonamiento será inductivo, deductivo o abductivo [21] y habrá que seguirlo según lo que se vaya presentando, averiguando, comprobando hasta conseguir la resolución del problema.

En medio de toda esta actividad decisoria hay que tener presente los procedimientos que la bioética nos enseña y que hemos de adoptar si buscamos la buena praxis. Hay que manejarse entre lo deontológico y lo teleológico; entre las circunstancias y las posibles consecuencias (con su grado de probabilidad); los valores en conflicto; las interpretaciones subjetivas, objetivas e intersubjetivas que modularán la decisión clínica, para que previa deliberación, sea una decisión conforme a la ética, a la deontología y a la legalidad vigente.

¿Por qué hay que recurrir al algoritmo? ¿No se corre un riesgo de simplificación? ¿Debe el algoritmo determinar la decisión, sin caer en automatismos? El significado de algoritmo está cercano a los conceptos de método, receta, prescripción, entre otros. Se describe como «un conjunto finito de instrucciones que determina sin ambigüedad todo lo que hay que hacer hasta el mínimo detalle, que ha de seguirse al pie de la letra de forma que su ejecutor no puede usar su intuición o imaginación, tiene que trabajar como un autómata»    . En realidad, es un método útil en el ámbito clínico, no tiene porqué ser determinista (actualmente se acepta que la instrucción aplicable sea más de una). Al desglosar los caminos que se abren puede ayudar a comprender mejor el problema clínico; caer en decisiones automáticas depende del sujeto que lo aplique. Si se usa como una herramienta para generar más hipótesis que darán lugar a posibles diagnósticos y tratamientos, aumentará la libertad del decisor, al aportar conocimiento sobre lo más probable, reduciendo las dudas al ayudar a desechar lo menos probable. No obstante, el clínico ha de seguir considerando lo posible, si es que hubiera indicios ante probabilidades escasas. El clínico no solo ha de considerar la probabilidad subjetiva, también ha de hacerlo con la probabilidad condicional (teorema de Bayes).

4. Porque existe una «obligación», «debemos». La necesidad de la deontología para la práctica médica

La obligación es una imposición o exigencia moral que un ser humano siente como propia, es decir, que nace de un sentimiento personal. La persona, con su libre voluntad, puede no sentirse obligada a hacer algo, porque su moralidad sea otra diferente. En el caso de una profesión, sobre todo si es vocacional, que nace de la voluntad personal de ayudar a otros que están debilitados por la enfermedad ―como es el caso de los terapeutas, por emplear una denominación general― o que necesitan ser cuidados o que se palíe su sufrimiento, la obligación se torna deber. Deber de cuidar, deber de paliar, deber de tratar todas esas necesidades para las que la farmacoterapia se nos muestra como una gran aliada. Esa obligación que nace de una moral profesional, que alcanza el rango de deber y constituye una deontología, la ciencia de los deberes, basada en la teoría de las normas morales. Se codifica para que el médico sepa cuáles son sus deberes específicos a la hora del ejercicio profesional no en líneas generales, sino en casos concretos.

Se dijo más arriba, que «las normas son razones para la acción». La asistencia sanitaria, situada entre lo objetivo y subjetivo, ya responda a un enfoque naturalista o constructivista [23] de los estados de salud y enfermedad ―en realidad procesos fluctuantes u oscilantes―

lo que es indiscutible es que la medicina es una disciplina inherentemente normativa (…): normas para clasificar las enfermedades, normas para investigarlas, normas para comprobar la efectividad de los tratamientos, normas para tratar a los pacientes individuales, normas para comunicarse con ellos y normas para lidiar con las consecuencias prácticas que todo esto tiene en nuestras sociedades [24].

Y esto es extensible al resto de profesiones sanitarias.

Desde el siglo XVIII, en el que se creó un orden normativo interno de la profesión médica, la distribución de deberes para consigo mismo, para con el enfermo y para con la sociedad se mantiene constante. Este orden lo mantendrá Thomas Percival en su Medical Ethics (1803) y va a estar presente en todos los códigos de ética médica posteriores. Percival se basó en Justiniano y lo concibió en 1794, como un libro de jurisprudencia, pero cambió el título tras los comentarios de sus colegas. Según Laín Entralgo, en esta obra es ya muy patente el «tránsito de la “moral caritativa” a la “moral filantrópica”» [25].

Así pues, nacen los Códigos deontológicos que permiten desde una visión general, incluida en capítulos, ir al detalle en forma de artículos o normas. El Código de Deontología Médica de la Organización Médica Colegial (CDM), aprobado en diciembre de 2022 y publicado en marzo de 2023, trata así lo concerniente a la prescripción y al uso del medicamento en el capítulo V, correspondiente a la «Calidad en la atención médica». El CDM dice lo siguiente:

Artículo 20.1: La prescripción es un elemento esencial del acto médico, por lo que el médico es responsable de realizarla.

Artículo 20.2: El médico tiene que disponer de libertad de prescripción, respetando la evidencia científica, las indicaciones autorizadas y la eficiencia.

Artículo 20.3: La colaboración con la industria farmacéutica puede ser conveniente en la investigación, el desarrollo y la seguridad de los medicamentos. Es contrario a la Deontología Médica solicitar o aceptar contraprestaciones a cambio de prescribir un medicamento o de utilizar un producto sanitario.

Artículo 20.4: La prescripción que tiene en cuenta aliviar el gasto sanitario es conforme a la Deontología Médica siempre que salvaguarde la calidad asistencial y la libertad de prescripción.

El criterio económico debe ser un elemento a valorar, pero nunca un criterio excluyente de la prescripción necesaria para el paciente.

Se puede apreciar que se incide en la libertad del prescriptor, de acuerdo con el conocimiento científico y respetando las indicaciones. Advierte contra el poder distorsionador de la industria farmacéutica, que puede apartar al médico de la lealtad debida al paciente y a la Administración sanitaria, por la repercusión de lo prescrito, en el gasto farmacéutico, pero tampoco el coste debe apartar a quien prescribe de hacerlo, si concurren las circunstancias de indicaciones y expectativas de beneficio para el paciente. Se podría decir que estos artículos definen lo que es una prescripción farmacéutica correcta y que, además, el médico en ejercicio tiene el deber de cumplirlos.

Por último, como ya se dijo, para terminar de realizar una prescripción correcta, el médico debe tener en consideración lo que la ley marque al respecto, como se dijo más arriba. La Ley 29/2006, de 26 de julio, de garantías y uso racional de los medicamentos y productos sanitarios, en su artículo 19 señala las «condiciones de prescripción» que han de reunir los medicamentos, que asigna a la Agencia Española de Medicamentos y Productos Sanitarios (AEMPS) y que al menos se corresponden con las siguientes determinaciones:

a) Puedan presentar un peligro, directa o indirectamente, incluso en condiciones normales de uso, si se utilizan sin control médico.

b) Se utilicen frecuentemente, y de forma muy considerable, en condiciones anormales de utilización, y ello pueda suponer, directa o indirectamente, un peligro para la salud.

c) Contengan sustancias o preparados a base de dichas sustancias, cuya actividad y/o reacciones adversas sea necesario estudiar más detalladamente.

d) Se administren por vía parenteral, salvo casos excepcionales, por prescripción médica.

Por lo que el médico que quiera terminar de hacer una prescripción correcta también deberá consultar con la AEMPS, por razones de certeza y seguridad para el paciente.

Como epílogo, considerando que el ejercicio de nuestra profesión requiere una actualización constante y que es un principio básico no causar daño, es necesario conocer lo que es o puede ser incorrecto, por lo que para terminar de situar lo que debemos hacer y lo que debemos evitar, las palabras que Ben Goldacre expone en la «Introducción» de su libro Mala farma, ayudan a reflexionar. Después, que el lector juzgue y decida:

Nos complacemos en la creencia de que la medicina está en la evidencia y los resultados de pruebas imparciales, cuando, en realidad, esas pruebas están muchas veces plagadas de errores. Nos satisface suponer que los médicos están al corriente de publicaciones con información sobre investigación médica, cuando, en realidad, gran parte de esa investigación se la ocultan las empresas farmacéuticas. Nos complace suponer que los médicos cuentan con una buena formación, cuando, en realidad, gran parte de su formación la subvenciona la industria. Nos gusta creer que las entidades reguladoras únicamente autorizan la salida al mercado de fármacos eficaces, cuando, en realidad, aprueban fármacos inútiles y ocultan a médicos y pacientes datos sobre sus efectos secundarios, sin darle ninguna importancia.[26]

Bibliografía

[1] Aristóteles. (1995). Metafísica. Madrid: Espasa Calpe, pp.36-37.

[2] Del latín iuvo iūvi iūtum: ayudar, asistir, ser útil. El ablativo expresaría una acción circunstancial desde la utilidad.

[3] La ēpodē tiene que ver con el pronunciamiento de fórmulas mágicas; el exorkismos procura y pretende la expulsión de los demonios. Para más información, véase «La ēpodē y sus formas», en Gil, L. (2004). Therapeia. La medicina popular en el mundo clásico. Madrid: Triacastela, pp. 217 y ss.

[4] Albarracín, A. (1984). «El remedio terapéutico en el mundo primitivo». En Gracia, D.; Arquiola, E.; Montiel, L.; Peset, JL.; Laín, P. Historia del medicamento. Barcelona: Doyma, p. 16.

[5] Yuste, P. (2010). «El arte de la curación en la antigua Mesopotamia». Espacio, Tiempo y Forma, Serie II, Historia Antigua, t. 23, 2010, págs. 27-42.

[6] Vargas, A. y otros (2012). «El papiro de Edwin Smith y su trascendencia médica y odontológica» Rev Med Chile 2012; 140: 1357-1362.

[7] «(…); a los hombres mortales solo les quedarán amargos sufrimientos y ya no existirá remedio para el mal» (200). Hesíodo (2000). Obras y fragmentos. Madrid: Gredos, p. 74.

[8] Laín, P. (1994). Historia de la medicina. Barcelona: Ediciones Científicas y Técnicas, p. 120.

[9] Ibidem, p. 109.

[10] Sabemos del gran problema que está suponiendo el uso de fentanilo en EE. UU., por consumo y sobredosis que hace que la naloxona para revertir las sobredosis forme parte del equipamiento de los policías y no solo del personal médico y paramédico.

https://elpais.com/sociedad/2022-05-11/el-fentanilo-eleva-a-maximos-historicos-las-muertes-por-sobredosis-en-ee-uu.html?rel=buscador_noticias

[11] Ya en 2018, la Agencia Española de Medicamentos y Productos Sanitarios emitió una nota informativa para profesionales, titulada: Fentanilo de liberación inmediata: importancia de respetar las condiciones de uso autorizadas, al constatar el notable aumento del uso de estas formas de presentación y el consecuente incremento de la sospecha de reacciones adversas atribuibles a que el «fentanilo de liberación inmediata se utilizó para indicaciones no contempladas en la ficha técnica, en algunos de ellos durante periodos prolongados».

[12] Ross, WD. (2001). Lo correcto y lo bueno. Salamanca: Ediciones Sígueme, p. 17.

[13] Ibidem, p. 18.

[14] Ibidem, pp. 31-32.

[15] Ibidem, pp. 32-36.

[16] Ferrater, J. (1964). Diccionario de filosofía. Buenos Aires: Editorial Sudamericana.

[17] Corredor, C. (2011). «Norma». En Vega, L.; Olmos, P. (ed.), Compendio de lógica, argumentación y retórica. Madrid: Trotta, p. 417.

[18] «El operador deóntico está típicamente expresado por verbos modales de obligación y prohibición o permiso y habilitación». Ibidem.

[19] Corral, C. (1994). El razonamiento médico. Madrid: Díaz de Santos, p. 160.

[20] Ibidem, pp. 160-161.

[21] La abducción se puede considerar una «operación epistémica de cambio de creencias» o «el proceso de construir una hipótesis explicativa». A partir de la observación de un hecho sorprendente (C), si la consecuencia (A) fuera verdadera, el hecho sorprendente (C) sería normal, por lo que hay una razón para sospechar que la consecuencia es verdadera. (Aliseda, A. (2011). «Abducción». En Vega, L.; Olmos, P. (ed.). Compendio de lógica, argumentación y retórica. Madrid: Trotta pp.17-19).

[22] Úbeda, JP. (2011). «Algoritmo». En Vega, L.; Olmos, P. (ed.), Compendio de lógica, argumentación y retórica. Madrid: Trotta, p. 39.

[23] El naturalismo está basado en el conocimiento biológico del que la medicina sería una rama; su riesgo es caer en el reduccionismo. En el constructivismo se consideran los aspectos sociales y culturales, de modo preponderante; su riesgo es considerar enfermedad lo que no es tal, en un sentido estricto.

[24] Saborido, C. (2020). Filosofía de la medicina. Madrid: Tecnos, p. 242.

[25] Laín, P. (1994). Op. cit., p. 385.

[26] Goldacre, B. (2013). Mala farma. Barcelona: Espasa.

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