¿Sanidad 100% pública? ¿Y qué pasa con la farmacia?

Felipe de la Fuente.

Farmacéutico, coautor junto a su hermano Raúl del ensayo “De venta de farmacias. Una denuncia del negocio de la salud desde dentro”.

Revista Nº 33 Octubre 2024.

En la justificación de motivos de la página web de la Asociación Acceso Justo al Medicamento podemos leer que, según la OMS, “el acceso equitativo a unos medicamentos seguros y asequibles es de una importancia vital para que la población goce del grado máximo de salud que se pueda lograr”.

Sin duda, es una afirmación con la que estoy totalmente de acuerdo. Sin embargo, este acceso equitativo y seguro es aplicable a todos los estratos de la asistencia sanitaria. Desde las injustas patentes de las nuevas moléculas que aparecen en el mercado, cuyos precios desorbitados privan de medicación a las personas más desfavorecidas, hasta la prescripción y dispensación de los fármacos más comunes a la población general, donde las condiciones de seguridad y equidad quedan a veces en entredicho.

Es en este último paso, la dispensación llevada a cabo en las oficinas de farmacia, donde como farmacéutico voy a hacer más hincapié. Tanto en medicamentos como en la venta (y esto es también “farmaindustria”) de tantos y tantos productos de dudosa o nula eficacia que, incluso en ocasiones, ayudan a patologizar procesos tan naturales como la menopausia o la alopecia androgénica.

Para entender a donde quiero llegar hay que saber que según la Ley 16/1997, de 25 de abril, de Regulación de Servicios de las Oficinas de Farmacia, “las oficinas de farmacia son establecimientos sanitarios privados de interés público” y añado que, como es lógico en cualquier empresa privada, su razón de ser es maximizar beneficios.

Esta definición que recoge la citada ley parece que tampoco dice mucho, pero lo quiere decir todo. Y es que, en la viabilidad de una PYME, como es la oficina de farmacia, el salario de los empleados y el beneficio empresarial dependen de la caja que entre al final del día. Esto abre la puerta a que se cometan todo tipo de tropelías que van tanto contra la equidad como contra la seguridad en el uso de los medicamentos por parte de la población.

No se me entienda mal, no digo que todos los farmacéuticos sean unos piratas ni nada por el estilo, pero sí que este modelo,) donde desde las farmacias hay dispensación de medicamentos, productos sanitarios y también complementos alimenticios, parafarmacia, etc., invita a ello.

No hay que tener mucha imaginación para saber que de las farmacias se han podido retirar medicamentos que requieren prescripción médica sin la correspondiente receta médica. Antiinflamatorios, corticoides, antidepresivos, antibióticos, diuréticos o medicamentos, que requieren una atención especial y que llevan un registro aparte como las benzodiacepinas, han sido vendidos en oficinas de farmacias con total impunidad y sin que medie control alguno por parte de la administración.

Este hecho atenta contra la equidad en el acceso al medicamento ya que, como se dice en Valencia, “amb diners, torrons” (traducido como “con dineros, turrones”), y es que muchas veces si pagas puedes obtener ese antibiótico que crees que te hace falta para el catarro leve y autolimitado que tienes, pero una persona que viva bajo el umbral de la pobreza no tiene este acceso al antibiótico sin la prescripción médica. O casos más recientes como el del principio activo liraglutida, un medicamento análogo del GLP-1 utilizado principalmente como antidiabéitco. Este es un medicamento cuyo prospecto si compramos la marca Victoza® 6mg/ml solución inyectable dice que “Ayuda a su cuerpo a reducir su nivel de azúcar en sangre únicamente cuando este nivel de azúcar está demasiado elevado”, pero que si lo compramos de la marca Saxenda® 6mg/ml solución inyectable (pongo la dosis y la forma farmacéutica para hacer ver que es exactamente igual) leeremos en el prospecto que “Saxenda® es un medicamento para perder peso que contiene el principio activo liraglutida”.

Misma dosis, misma forma farmacéutica, mismo (ojo con esto) titular de comercialización, pero diferente uso clínico. Sin embargo, nuestro sistema nacional de sanidad (SNS) no financiaba la presentación para la pérdida de peso y sí (con visado de inspección) para el tratamiento de la diabetes. Esta nueva indicación hizo que la liraglutida se vendiera como reductor de peso en el libre mercado y fuera del SNS, lo que provocó desabastecimiento del fármaco y que muchos pacientes diabéticos se quedaran sin su medicación. La venta ilícita en farmacias de este medicamento sin la correspondiente receta médica o la venta legal a cualquiera que pueda pagar a un médico privado para que le haga la receta provocaron la alta demanda de la liraglutida hasta el punto de que la cotización bursátil de Novo Nordisk subiera en los últimos 5 años un 360%. Fue tal la situación de desabastecimiento que la propia Agencia Española del Medicamento y Productos Sanitarios (AEMPS) emitió un comunicado el 8 de septiembre de 2023 con una serie de recomendaciones para paliar los problemas de suministro de los análogos GLP-1, como por ejemplo, priorizar el suministro a los pacientes diabéticos.

El caso de la liraglutida es un claro ejemplo de inequidad en el acceso al medicamento pero ya sabéis, amb diners, torrons.

Hablaba al principio de la definición del acceso justo al medicamento y no solo mencionaba el acceso equitativo sino al acceso seguro. El acceso seguro no es únicamente que el medicamento presente los menores efectos secundarios o reacciones adversas (RAM) posibles. Es además, que sea prescrito y dispensado para la patología adecuada, en la dosis mínima eficaz y durante el menor tiempo posible.

La dispensación ilícita o fuera de indicación de medicamentos sujetos a prescripción médica son ejemplos de un acceso inseguro al medicamento, pero muchas veces se hace porque “¡cómo no le vas a vender el antibiótico para su catarro! ¡Vamos a perder un cliente y encima la farmacia de al lado se lo va a vender!”. Y sí, es cierto. La farmacia puede perder un cliente (fijaos que digo cliente y no paciente), el empleado puede perder el puesto de trabajo (a un servidor le despidieron de una farmacia el primer día de trabajo por negarse a vender antibióticos sin receta) y seguramente la farmacia que está a 250 metros se lo acabe vendiendo. Y pasa, pasa mucho. Desde antibióticos a corticoides, pasando por antidepresivos, o levotiroxina (un medicamento para el hipotiroidismo que requiere una dosis muy ajustada y que puede provocar una “tormenta tiroidea”, un cuadro potencialmente fatal por exceso de hormona tiroidea). La levotiroxina se compra ilícitamente para perder peso. Al igual que los medicamentos conocidos como “diuréticos”, que engloban a multitud de moléculas con características farmacológicas diferentes y cuyo medicamento más famoso es la furosemida, conocido por su marca comercial como Seguril®.

Hubo un caso en la provincia de Valencia de muerte de un hombre a manos de su pareja por envenenamiento con laxantes y furosemida. Bien es verdad que los laxantes se pueden comprar sin receta médica y basta con recorrerse muchas farmacias comprando un par de cajas en cada una para no levantar ninguna sospecha. El caso de la furosemida es diferente, ya que es un medicamento que no puede venderse sin receta médica. Pues la ya sentenciada asesina se hizo en 3 meses con más de 2.000 pastillas de Seguril®. Cada caja tiene entre 10 (el envase pequeño) y 20 (el envase grande). Esto hace como mínimo que la mujer comprara 200 cajas de Seguril® en 3 meses. Un medicamento, recordemos, que se dispensa únicamente bajo prescripción facultativa. Ni siquiera una farmacia que venda absolutamente de todo sin receta médica, dispensaría tanto diurético a la misma clienta sin sospechar lo más mínimo y “cerrar el grifo”, lo cual nos lleva a la conclusión de que muchas farmacias de forma individualizada dispensaron la medicación de forma ilícita.

Como vemos, la seguridad en el acceso al medicamento está sujeta, en multitud de ocasiones, a la caja de una empresa privada. Como bonus track antes de dejar la dispensación de medicamentos diré que, en otra farmacia en la que trabajé, me llevé una dura reprimenda por parte de la dueña por negarme a vender a una amiga suya tres cajas de alprazolam, más conocido como Trankimazin®. Decir que, al tiempo, acabé despedido de forma improcedente porque no “me veían con futuro en esa farmacia” tras decir que me estaba preparando para hacer el FIR.

Dejemos atrás los medicamentos sujetos a prescripción médica para hablar de otro de los productos expuestos y vendidos en la oficina de farmacia. Los complementos alimenticios.

Y es que no solo de la venta de fármacos vive la oficina de farmacia. Los complementos alimenticios suponen un bocado importante en la facturación de muchas farmacias y, como todo en esta vida, no es oro todo lo que reluce y el único beneficio que aportan es a la caja de la empresa.

Complementos o suplementos alimenticios como el colágeno para las articulaciones, vitaminas para la caída del pelo, productos para fortalecer las defensas, vitamina C o jalea real para los resfriados, pastillas a con fósforo para mejorar la memoria… no solo no han sido demostrados en ensayos clínicos medianamente serios o no han pasado la evaluación de una revisión sistemática o un metaanálisis.

La venta de estos productos está asociada a las “declaraciones de propiedades saludables” o health claims por su nombre en inglés. Esto, explicado de forma rápida y sencilla, es que si un alimento o producto alimenticio presenta un nutriente o molécula que intervenga en un proceso fisiológico determinado, podemos etiquetar el producto con una declaración de propiedad saludable sobre ese proceso fisiológico en cuestión. 

Dicho de otra manera y con un ejemplo: la vitamina C interviene en una reacción química que se da en nuestro organismo durante la síntesis del colágeno, promoviendo la hidroxilación de los aminoácidos lisina y prolina para fabricar hidroxilisina e hidroxiprolina, respectivamente. Estos aminoácidos seguirán su curso, junto con otros aminoácidos más, más reacciones y más moléculas que al final del todo, darán como resultado la molécula de colágeno.

Pues bien, según esta health claim podemos vender cualquier cosa que tenga vitamina C, ya sea un complemento alimenticio o un kilo de naranjas y ponerle la etiqueta “contribuye al normal funcionamiento de las articulaciones”. Pasa también con el fósforo, que está presente en la molécula fosfatidilcolina, que a su vez forma parte de las membranas celulares, entre ellas de las neuronas. Pues a raíz de esto podemos añadir una coletilla a los productos o complementos a base de pastillas o brebajes que contengan fósforo que diga “contribuye a mantener la memoria”. A pesar de que una sardina tenga más fósforo que toda una caja de pastillas. 

Pues todos estos productos están al alcance de cualquiera en la oficina de farmacia y vendidos por la seriedad que da una bata y una plaquita que ponga «farmacéutico». Y, desde mi punto de vista, no es tan grave que no hagan nada de lo que prometen (o igual que si nos comemos una naranja, una sardina o unas manitas de cerdo con todo su colágeno), sino que contribuyen a la medicalización de la sociedad para síntomas banales o procesos totalmente fisiológicos y que no representan ninguna patología. Procesos fisiológicos como la menopausia o a alopecia androgénica en el varón no son enfermedades ni se van a curar con suplementos ni complementos alimenticios. Igual que no vamos a curar antes un resfriado con jalea real ni vamos a mejorar la artrosis tomando colágeno. Pero sí, nos acostumbramos a que, por cada problema, sea real, figurado o directamente inventado por (sí, esto también es industria farmacéutica a su modo) tenemos una solución a base de comprimido, ampolla, o spray que poder comprar por un módico precio en nuestra oficina de farmacia.

Así que, para concluir, no solo necesitamos una industria farmacéutica pública que investigue, desarrolle y ponga novedades farmacéuticas (útiles y que supongan un adelanto terapéutico) en circulación sin el abusivo escándalo de las patentes, sino que además necesitamos una distribución y dispensación que separe el beneficio de una empresa de la salud de, esta vez sí, los pacientes y no de los clientes.

Necesitamos una farmacia comunitaria pública.

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