Reseña del libro “La Pandemia. Un ensayo de cogobernanza a nivel federal”

REVISTA Nº 29 ABRIL 2024.  

Pedro Rey Biel.

Economista. Doctor en Filosofía. Profesor titular, Departamento de Economía, Finanzas y Contabilidad de ESADE. Área de Economía del Comportamiento. Miembro de la Comisión Editorial de la rAJM.

Recientemente se ha publicado el libro La Pandemia. Un ensayo de cogobernanza a nivel federal, escrito por un grupo de once profesionales de la salud, la economía y el derecho, y coordinado por Javier Rey del Castillo, quien fue coordinador del Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud. La tesis fundamental del libro, que propone una nueva ley de orientación federal para la sanidad española, es que la pandemia forzó a los distintos niveles de gobierno a coordinar una respuesta no sólo sanitaria, sino también política y legislativa, por lo que se pueden extraer lecciones de dicha respuesta sobre cómo se puede desarrollar un sistema de gobierno compartido para otros ámbitos. A continuación, se detallan las líneas argumentativas principales del libro, que creo, no sólo por ser hijo del difunto autor del libro, que puede ser de interés para los lectores de la revista.

Transcurridos tres años desde el inicio de la pandemia, el coronavirus y sus consecuencias sanitarias han dejado de estar entre las preocupaciones principales de la mayoría de los ciudadanos españoles. Resulta, sin embargo, dudoso que eso signifique que se haya recuperado la confianza en nuestro sistema sanitario público, reiteradamente calificado por los partidos de todo el espectro político como uno de los mejores del mundo. Durante la pandemia, y tras ésta, se ha producido un aumento sustantivo de pólizas de seguro sanitario privadas suscritas por los mismos ciudadanos españoles, ya no sólo en los territorios de mayor nivel de renta, sino en la mayoría de las CCAA, a expensas en buena parte, pero no solo, de pólizas de seguro sanitario colectivo vinculadas al puesto de trabajo. 

Hay que complementar este dato con otros que demuestran un deterioro significativo del sistema sanitario público: dificultades crecientes en muchas CCAA para acceder a la atención primaria y especializada, traducidas en tiempos de espera inaceptables, con desigualdades injustificadas por “código postal”; la sustitución de las citas presenciales por consultas telefónicas de gestión insatisfactoria; o la negativa de muchos profesionales a ocupar las plazas de atención primaria que se les ofertan en condiciones contractuales de temporalidad y precariedad inaceptables.

La situación descrita expresa el fracaso de la valoración de que la pandemia, considerada como el “test de estrés” más importante que han sufrido los sistemas sanitarios en el mundo en el último siglo, ofrecía también la mejor ocasión para analizar el funcionamiento del sistema sanitario y para proponer las medidas adecuadas para mejorarlo. Esta oportunidad se tradujo en el anuncio por el presidente del Gobierno ante el Congreso, tres días después de la declaración del primer estado de alarma, de su intención de crear “una comisión de estudio de evaluación que analice con rigor la situación de la sanidad pública y haga un libro blanco con el fin de hacer los ajustes necesarios”.

Sin embargo, lo que la pandemia ha demostrado es la ausencia de cualquier voluntad reformista real del sistema sanitario. Como muestra, la exclusión efectiva, de cualquier cambio legal sustantivo en las normas, principalmente la Ley General de Sanidad, que regulan su organización y funcionamiento como sistema de organización descentralizada que, supuestamente, garantiza niveles equitativos similares de protección sanitaria universal. El análisis de las actuaciones del Gobierno durante la pandemia en los dos terrenos sanitarios, el de la Salud Pública y el de la atención sanitaria, en los que ha sido necesario actuar para afrontarla, es la mejor manera de comprobar la veracidad de estas afirmaciones.

En Salud Pública, la adopción general de medidas severas de restricción de la movilidad y del contacto social, con limitaciones que llegaron a alcanzar al ejercicio de determinados derechos fundamentales, fueron necesarias, en especial durante las primeras oleadas pandémicas. El instrumento adoptado para la adopción de esas medidas fue la declaración de hasta tres estados de alarma, con extensión y características propias cada uno. Unas declaraciones a las que se sumaron determinados cambios en el Reglamento del Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud (CISNS). Los primeros de esos cambios iban dirigidos globalmente a reducir la responsabilidad del Gobierno en la adopción de medidas cuya aplicación se reveló durante la pandemia como el principal elemento de confrontación política en la mayoría de los países. Y para ello, a derivar su adopción al conjunto de las CCAA, un mecanismo bautizado con el nombre de “cogobernanza”,  facilitando  la adopción de acuerdos en y por el CISNS que fueran de obligado cumplimiento por todas ellas  aunque no se hubiesen alcanzado por unanimidad;  y, en el segundo caso, a facilitar, con la colaboración de las autoridades de Justicia de cada CA, la adopción por los gobiernos de éstas de medidas restrictivas en cada territorio, incluso las que pudieran afectar al ejercicio de derechos fundamentales.

En el verano de 2021, dos sentencias del Tribunal Constitucional adoptadas por mayoría anularon las declaraciones de los estados de alarma primero y tercero. Anulaciones que carecieron de efecto real alguno, salvo la retirada de las sanciones impuestas por incumplimiento de las medidas establecidas. Estas resoluciones no modificaron la actitud del Gobierno de rechazo de la necesidad de efectuar cambio alguno en la legislación que regula la adopción de medidas extraordinarias en materia de salud pública. Ese cambio venía siendo demandado de manera reiterada y genérica durante la pandemia por el PP como “una nueva ley de pandemias”, de tendencia centralizadora y perfiles poco precisos. Su necesidad tras las sentencias pasó a ser ampliamente compartida por la mayoría de los expertos constitucionalistas, pese a aceptar que las medidas anteriores de rango legal citadas permitían adoptar decisiones por parte de las CCAA.

Por su parte, en el ámbito de la atención sanitaria, el mejor ejemplo de los límites impuestos por el Gobierno y acordados con el PP, a las propuestas de reforma del sistema sanitario está en las condiciones que se establecieron en el Plan de Trabajo de la Comisión Parlamentaria no Permanente para la Reconstrucción Social y Económica que se constituyó en el Congreso en Junio de 2020. En él se fijaba que “las medidas que se propongan para …el fortalecimiento del Sistema Nacional de Salud y sus planificaciones futuras…y el del Sistema de Salud Pública, en particular su capacidad de vigilancia, antelación y respuesta ante eventuales emergencias sanitarias… se plantearán con respeto al reparto de competencias en dichas materias derivado de la Constitución y los Estatutos de Autonomía.” 

Esa declaración de principios se acompañó pocos días después de una manifestación del Gobierno, indicando que “la sanidad es competencia de las CCAA”. Una manifestación que era no sólo innecesaria y de nulo valor jurídico, sino contraria a la distribución constitucional de competencias, que atribuye al Gobierno del Estado, las “bases y coordinación general de la sanidad”. Esta última una competencia, con proyección ejecutiva de las decisiones adoptadas y no reducida sólo a la búsqueda del acuerdo por parte de las CCAA con ellas. Una competencia que, en todo caso, no ha sido nunca ejercida de manera efectiva por ninguno de los Gobiernos de diferente color político habidos en democracia.

La importancia de esas limitaciones deriva de que los problemas observados en el funcionamiento del SNS durante la pandemia son consecuencia ante todo de un desarrollo inadecuado del proceso de descentralización de las competencias sanitarias a las CCAA. Un proceso que comenzó con el traspaso a todas ellas de las competencias en materia de Salud Pública, y las de la atención sanitaria a dos de ellas, Cataluña y Andalucía, antes siquiera de que la Ley General de Sanidad (LGS), de 1986, pudiera establecer las líneas generales de una organización descentralizada del sistema. Ello tuvo como consecuencia que la regulación efectuada en la LGS a esos efectos tuvo graves carencias derivadas de los desarrollos ya realizados  por las CCAA que habían recibido esos traspasos sin ninguna limitación general y en función de sus propios intereses;  de entre ellos principalmente los de carácter económico (no en vano la asunción de la totalidad de la competencias sanitarias por cada CA supone un promedio cercano al 40% de la financiación que recibe para ejercer sus competencias).

La culminación del desarrollo inadecuado del proceso descentralizador, llevado a cabo mediante normas que, incluido el desarrollo efectivo de los traspasos a cada una de las CCAA, no superan el rango de leyes, se produjo en diciembre de 2001, con la integración indiferenciada del sistema de financiación sanitaria, que hasta entonces, y desde la LGS, permanecía independiente, en el sistema de financiación de las CCAA de régimen común. Una integración largamente defendida desde los ámbitos económicos de todos los Gobiernos del Estado, que permite la utilización de los fondos que cada CA recibe sin someterse a ningún control ni información por parte del Estado sobre su uso, sobre la base de que se trata del ejercicio de una competencia “propia”. Sin embargo, la misma, conforme a sentencia del Tribunal Constitucional, sería susceptible de revertirse para volver a la situación anterior si así lo dispusiesen normas del mismo rango, una de ellas de ley orgánica, que las que hicieron obligada la integración, no precisando, por el contrario tampoco de cambio constitucional alguno. Aunque no era obligado hacerlo así, este criterio ha sido aplicado de facto durante la pandemia al uso de los fondos adicionales que el Estado ha proporcionado a las CCAA para mejorar la atención sanitaria durante ella. Hay evidencias de que varias de éstas, entre ellas Cataluña y Madrid, derivaron el uso de esos fondos a otras finalidades distintas por completo al fin para el que se habían dotado, incluyendo la financiación de las respectivas televisiones autonómicas.

El resultado de la descentralización sanitaria efectuada es un sistema teóricamente universal que, sin embargo, está roto en diecisiete sistemas sanitarios independientes (más los de Ceuta y Melilla, y las Mutualidades de funcionarios MUFACE, MUGEJU e ISFAS), en cuyo seno se producen grandes desigualdades en el acceso a los servicios, e importantes defectos en la coordinación entre ellos. Entre éstos:

-Sistemas de información tanto epidemiológica como general, cuyas carencias constituyen un obstáculo incluso para valorar la evolución epidemiológica de las enfermedades infecciosas, y los déficits de atención que se producen en cada CA, que cada una afronta con sus propios medios y criterios de gestión, sin que esté previsto ni garantizado ningún mecanismo de cooperación entre ellas para su solución.

-La ausencia de un sistema de compras común, cuyo desarrollo, previsto en la LGS, sigue hipotecado por la posición activa de todas las CCAA; lo que está en la base de los desabastecimientos que se produjeron en los primeros meses de pandemia, generando además las condiciones para que los abastecimientos de distintos materiales sanitarios se conviertan en vehículo y fuente de episodios de corrupción administrativa.

-Una relación con los laboratorios farmacéuticos y otras empresas tecnológicas que lideran la innovación en el terreno sanitario que ha convertido los centros del SNS, con graves interferencias derivadas en su funcionamiento,  en el  lugar del mundo en que se desarrollan para aquéllos un número mayor de ensayos clínicos, de los que, sin embargo, el SNS como conjunto no obtiene ninguna ventaja en términos de precios aplicados o garantías de abastecimiento adecuado una vez son autorizados los productos.

-O mecanismos de relación con los servicios sociales que, como ha demostrado la pandemia, dificultan la atención adecuada de las personas más vulnerables ante situaciones como la propia crisis pandémica.

En el libro se apunta que el complemento necesario para que se haya producido esa ruptura de hecho del SNS es el deterioro del Ministerio de Sanidad como órgano del Gobierno para la dirección de la política sanitaria. Un deterioro tolerado, si no fomentado, por todos los gobiernos democráticos, producido como consecuencia de la reducción no sólo cuantitativa, sino también cualitativa de su plantilla. Pero también por una mala definición legal de su papel en la coordinación de los servicios sanitarios, y por la atribución de funciones esenciales propias (como el reconocimiento del derecho a la protección sanitaria; la gestión de una base de datos única de la población protegida y la emisión de una tarjeta sanitaria que acredite el reconocimiento del derecho; o la gestión de la protección sanitaria de los grupos de población que ejercen su derecho por vías distintas al SNS) a otros departamentos ministeriales.

Un ejemplo reciente de sus carencias ha sido el comportamiento del Mº de Sanidad al asumir la gestión de una función típicamente administrativa: la emisión de títulos de especialista que hasta ahora venía desarrollando el Mº de Educación. El déficit de personal adecuado para desarrollar esa función, que, por su casuística, implica con frecuencia la relación con las autoridades correspondientes de otros países, ha hecho que el  Mº de Sanidad contrate a una empresa pública, TRAGSA, cuya experiencia en el desarrollo de tareas sanitarias similares es nula. La continuidad de un Mº de Sanidad así constituye por eso un peligro añadido a la supervivencia del SNS como garante del ejercicio universal del derecho a la protección de la salud en España.

Por su parte, la exclusión de la consideración de estas cuestiones en las condiciones impuestas al desarrollo de sus trabajos por la Comisión de Reconstrucción Social y Económica constituida en el Congreso ha tenido como consecuencia que sus conclusiones y propuestas, que fueron incluidas en el Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia presentado después por el Gobierno, resulten limitadas y manifiestamente insuficientes para resolver los problemas de los que adolece el SNS. 

Entre las medidas derivadas de las propuestas de esa Comisión que han alcanzado un nivel de desarrollo más avanzado se encuentra el proyecto de ley de Equidad, Universalidad y Cohesión del SNS con el que, además de otros objetivos, como el de facilitar el acceso a los servicios sanitarios sin ninguna limitación a los inmigrantes en situación irregular, se pretende evitar su privatización “activa”. El proyecto hace caso omiso a la privatización “pasiva” que supone la  suscripción cada vez más amplia de pólizas de seguro sanitario privado e igualmente ratifica el mantenimiento como sistemas que permiten un acceso diferente a la atención sanitaria a través de medios privados concertados con aseguradoras privadas a los colectivos pertenecientes a las Mutualidades de funcionarios civiles y militares MUFACE, MUGEJU e ISFAS, cuya permanencia, 36 años después de que la Ley General de Sanidad previera su integración indiferenciada en el SNS, constituye la violación más flagrante del ejercicio igualitario del derecho a la atención sanitaria en los términos que la propia Constitución Española previó.

Por su parte, la creación de una Agencia de Salud Pública (ya existe una con la misma denominación en el Instituto de Salud Carlos III, dependiente del Mº de Ciencia e Innovación, separada por completo de las estructuras del SNS), o la creación de un NICE español (existen ya siete unidades similares en otras tantas CCAA, más uno adscrito al mismo Instituto Carlos III), apoyadas por amplios grupos de expertos, son propuestas que, si lo que se pretende deducir de ellas es dotar de capacidad ejecutiva a las decisiones de uno u otro organismo si se llegasen a crear, resultan además directamente enfrentadas con el criterio sostenido por el Gobierno de que “la sanidad es competencia de las CCAA”. Ese criterio sin matices ha derivado en la incapacidad efectiva de cualquier órgano de la Administración General del Estado para imponer cualquier clase de medidas o desarrollos a las CCAA, que son el soporte real de la prestación de los servicios en todo el territorio español.

Salir de la trampa en que estamos en relación con los servicios sanitarios no pasa, por constituir una nueva Comisión “independiente” que analice los problemas del SNS sólo dos años después de que fuera convocada una Comisión parlamentaria que supuestamente lo hizo, y a la que realizaron sus aportaciones numerosas expertos y asociaciones “independientes”. 

En opinión de los autores del libro hay razones suficientes para considerar que el deterioro actual innegable del SNS es principalmente la consecuencia final de la forma en que se ha llevado a cabo el proceso de descentralización sanitaria y de las numerosas deficiencias en la regulación legal del mismo (la primera de ellas la propia Ley General de Sanidad de 1986), que ha permitido un actuación discrecional y no sometida a ningún control de las CCAA.  Y que, en consecuencia, el único mecanismo real de recuperación del SNS como instrumento para hacer efectiva la protección sanitaria universal, que es un componente esencial de nuestro estado de bienestar, es regular de nuevo mediante una nueva Ley la estructura y el funcionamiento descentralizados del propio SNS. Una estructura en la que la participación de un Ministerio de Sanidad renovado desempeñe el papel “federal”  que desempeña en otros países de esa naturaleza, en particular en Canadá, como garante de la universalidad y equidad de la protección sanitaria universal, una condición asociada a la Constitución española, y no a la de ciudadanía de ninguna Comunidad Autónoma.

La nueva ley que propone el libro debe servir también para establecer, con el carácter básico que tuvieron estas cuestiones en la LGS, nuevas formas de organización y gestión de la atención primaria, cuya crisis es innegable, y lo mismo las de los hospitales públicos propios del SNS. Con respecto a éstos, la LGS no introdujo ningún cambio, por lo que siguen conservando las mismas condiciones en que se llevaban a cabo cuando formaban parte de la red del sistema de Seguridad Social preconstitucional, a lo que cabe atribuir la politización, ineficiencia y ausencia de autonomía y rendición de cuentasen la gestión de muchos de ellos.

La nueva ley debería también plantear la constitución de sistemas de información, mecanismos y sistema de compra común, y organización de la investigación en el conjunto del SNS, a cuyo funcionamiento deficiente durante la pandemia se ha hecho referencia más arriba. E igualmente las condiciones generales de un nuevo Estatuto del personal del SNS, cuyas deficiencias del que está en vigor han dado pie a los problemas de personal que son evidentes a día de hoy.

Someter la modificación de cualquiera de estas cuestiones a operaciones o planes de reforma inconexos entre ellos y a llevar a cabo por cada una de las CCAA en su ámbito, como se está planteando desde algunas posiciones y en áreas concretas (la atención primaria, el estatuto de personal), sin definir unas condiciones básicas y conjuntas de desarrollo en la totalidad del SNS, sólo puede contribuir a avanzar la quiebra del SNS.

La nueva Ley debería por último replantear el sistema de financiación del SNS, y cuestionar la integración de este en el sistema de financiación autonómica general. Esa decisión, sustentada sobre bases jurídicas discutibles, ha supuesto una contribución fundamental para que el interés de las administraciones autonómicas, que como consecuencia de este se vieron liberadas de cualquier control externo del uso de esos fondos, centrasen su interés principal en el valor económico de la asunción de las competencias sanitarias, dejando de lado el interés por organizar y gestionar sus servicios sanitarios.

Aunque el desarrollo de una ley así no está en la agenda de ninguno de los partidos políticos con posibilidades de gobierno, y aunque sea previsible la resistencia las propias CCAA, este debería formar parte de las prioridades del actual gobierno, junto con una nueva ley de medidas especiales en materia de salud pública (que viene obligada por las sentencias del Tribunal Constitucional) si se quiere que el SNS evite la quiebra que le amenaza.

El libro fue presentado recientemente tanto en el Ateneo de Madrid, con intervenciones de varios de los autores como Carmen Bellas, Pedro Sabando, Antonio Sitges-Serra, Eduard Spagnolo y Juan José Solozábal, como en la librería Byron de Barcelona, donde también intervinieron Manuel Cruz, y el ministro de Sanidad durante la pandemia, Salvador Illa.

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